viernes, 27 de noviembre de 2009

LA LEYENDA DEL JUDO CUBANO


Por JORGE EBRO
Poco antes de que sus muchachas subieran al tatami, Rolando Veitía recibió una noticia que lo estremeció de arriba abajo y le hizo olvidar, por un momento, el torneo panamericano que se celebraba en Miami.
Alguien le había comentado al conocido entrenador de la escuadra cubana de judo que el sensei Heriberto García se encontraba entre los asistentes que empezaban a llenar el James L. Knight Center.
"¿Dónde está'', preguntó Veitía con ansiedad. Finalmente, cuando pudo ver al hombre de 85 años, le tomó la mano, se la besó y sólo pronunció una palabra: "maestro''.
Veitía comentaría después que nunca olvidaría el día de mayo del 2008 en que pudo ver, más de cuatro décadas después al hombre que le inculcó el amor por el judo y a quien en la isla, más allá de cualquier diferencia política, se le reverencia entre las nuevas generaciones de practicantes de estar arte marcial.
"Veitía es un gran maestro'', afirma García. "Ha forjado campeonas mundiales y olímpicas. Se le respeta''.
A García, uno de los primeros cubanos que alcanzó un cinturón negro y de los pocos que ha alcanzado un 8vo Dan, se le respeta con una devoción mayor, pues es la leyenda viva que representa el inicio de lo que fue el judo en Cuba y en otros países de Latinoamérica.
García era apenas un joven inquieto cuando conoció en 1951 a la figura que por primera vez llevó el judo a la Mayor de las Antillas: Andre Kolychkine Thomson, un belga casado con una cubana que introdujo el arte marcial asiática dentro de la sensualidad caribeña.
"Recuerdo que las clases eran en un garaje en la calle 23 en el Vedado'', comenta García. "Fue como un amor a primera vista, porque el judo me atrapó por completo, como si me hiciera una llave en el corazón''.
Poco a poco, los esfuerzos de Kolychkine dieron frutos y comenzaron a aparecer las primeras cintas negras antillanos. Hombres como García, Luis Guardia, Gerardo Chiu, Francisco Mock y Julio García se convirtieron en los apóstoles del belga y diseminaron el judo hacia el resto de la isla.
Pero si lograr la cinta negra lo llenó de alegría, eso fue nada comparado con el viaje que hizo a Japón para participar en el primer campeonato mundial de judo celebrado en 1957. En viejas imágenes guardadas por la Federación Internacional, se puede apreciar a un joven García como el solitario representante de Cuba.
"Claro que perdí'', afirma el maestro. "Los japoneses me dieron un pase inolvidable, pero aprendí otra nueva dimensión del judo: la espiritual, la del camino humano. Aprendí que no importa que te derriben muchas veces si te puedes levantar una más''.
Tanto le gustó Japón que se quedó tres meses. Ayudó a redactar los estatutos de la federación internacional y, cuando los delegados de Europa se marcharon, le confiaron sus votos a García y lo nombraron su representante en las negociaciones con los japoneses, que miraban al judo como un tesoro nacional.
Por esos días hizo amistad con un joven tailandés que había llegado para aprender y al que casi nadie le hacía caso. García le tomó lástima y le enseñó lo que sabía.
"Al final, en gratitud, me invitó a su país'', rememora García. "Estaba joven, soltero. Así que me fui con él. Cuando llegamos a Tailandia me llevé la sorpresa del siglo. Era, nada más y nada menos, que el príncipe heredero de la monarquía. Me tuvo un tiempo a cuerpo de rey, no quería que me fuera...".
Y sin embargo regresó. Extrañaba la Habana, quería abrir su propio dojo y continuar la labor diseminadora de esta arte marcial. Abrió el Víbora Judo Club -entre las calles Jorge y Espadero- y viajaba al interior de la isla para impartir seminarios.
La revolución de Fidel Castro le obligó a dar un giro de llave a la puerta de su club y a marcharse al exilio, primero en España y luego Estados Unidos, a donde llegó con un puñado de sueños y su cinturón negro.
"El judo era mi carta de salvación, mi identidad'', sostiene. "Continué enseñando, forjando nuevos judokas. Abrí un club muy conocido en Westchester, El Samurai, tuve la suerte que vinieran a él gente de todo el mundo, mantuve una profunda amistad con leyendas como el holandés Anton Gessink. Crecí como judoka, como hombre, y me hice viejo''.
En las reseñas que relatan el desarrollo del judo en países como Costa Rica y México, el nombre de Heriberto García surge como un agradecimiento, como si se tratara de un antes y un después. Y en Miami, ya retirado, se le busca y se le escucha.
"Sensei García es muy respetado en los círculos de las artes marciales'', explica Armando Martínez, sexto dan en karate-Do y segundo dan de judo. "Yo aprendí con él y ahora me asesora en mi dojo. Es una leyenda viva, pero que aún constituye una fuente valiosa de conocimientos''.