lunes, 30 de enero de 2012

EL CELULAR EN LA ESCUELA Y LA FUERZA DEL JUDO

Por Gabriel Brener
Especialista en Educación.

Los teléfonos móviles, las computadoras y las netbooks alteran el paisaje cotidiano de las escuelas. Se trata de tecnologías que interpelan los cimientos sobre los que se construyen las relaciones pedagógicas en los colegios.
Hace algunos años, en una conferencia, el pedagogo Philippe Merieu esbozó una hipótesis muy valiosa. Sostuvo que lo que hoy separa a una persona de 40 años de un adolescente de 14, es decir, esa distancia generacional, es equivalente a lo que separaba a siete generaciones hace un siglo. La cantidad e intensidad de cambios que se vivieron en los últimos 25 años arrojan una serie de problemas tan novedosos para los cuales parece no haber recetas previas. Como evidencia ofreció un interrogante: ¿A qué edad hay que comprarle un celular a un chico? El celular es todo un símbolo de esta época, objeto omnipresente, en todos lados, públicos y privados. Y en el caso de los adolescentes, estamos frente a la propia extensión de la mano, más precisamente del pulgar, una prótesis identitaria aunque también una brújula. Síntesis portátil de la cultura audiovisual que marca un nuevo latido en la sociedad, que conjuga velocidad y comunicación, musicaliza encuentros en cualquier rincón. Y en la escuela el celular parece ocupar el lugar de la gran interrupción. De clases, explicaciones y también evaluaciones, asunto que amerita la elaboración de ciertas reglas que regulen su uso para lograr una mejor convivencia.
Propongo pensar al celular como un analizador, en el sentido de algo que puede poner al descubierto diversas tensiones o problemas de la relación pedagógica, que suelen ser anteriores a la aparición de este aparato. En la medida que nos permita analizar los por qué y los dónde de los desencuentros generacionales entre docentes y adolescentes, o si podemos hacer visibles los sentidos o sinsentidos de lo que ocurre en las aulas.
Hay muy diversas situaciones que el celular provoca en la vida cotidiana de las escuelas. Suele concentrar mucha energía el control de este aparato, en especial dentro del aula y en hora de clases. Lo más frecuente es la prohibición aunque bien sabemos que eso a veces aumenta la tentación por navegar la trampa y la transgresión. Podríamos suponer que las diferentes y creativas regulaciones están en sintonía con la diversidad de culturas institucionales, con la forma de organizar la vida en cada escuela y en sus aulas. El amplio espectro de acciones va desde la sanción como única respuesta, canastos que ofician de estacionamiento para celulares (por horas, de media estadía o completa) aunque también el celular como recurso didáctico, con aplicaciones o programas para optimizar la enseñanza en el aula.
A veces solemos confundirnos y caemos presas de una especie de celucentrismo, que concentra en este aparato el centro del problema, eludiendo lo que parece importante discernir. Sabiendo de la complejidad que significa sostener una clase con adolescentes en esta época es más que necesario regular el uso del celular acordando pautas que se ajusten a cada contexto, siempre sujetas a renegociaciones futuras. Pero también hay una oportunidad, y es la posibilidad de ver al celular como acceso, a nuevos sujetos sociales en la escuela, a otras portaciones culturales, a nuevos recursos para la enseñanza y el aprendizaje, entre muchos otros. El celular, aunque también las computadoras, y ni qué hablar las netbooks alteran de manera importante el paisaje cotidiano de las escuelas. Se trata de tecnologías que interpelan y perturban los cimientos sobre los que se construyen las relaciones pedagógicas en los colegios.
Hay algo que se conoce como gramática escolar y que permite explicar qué es la escuela y por qué funciona de una manera y no de otra. Esta gramática escolar nos ayuda a entender por qué existe tanta resistencia a los cambios. Cuando hablamos no estamos atentos a la gramática del lenguaje, del mismo modo que no somos conscientes de la gramática escolar cuando actuamos en las escuelas. No se trata entonces tanto de un conservadurismo consciente sino más bien de hábitos y prácticas institucionales que no se ponen bajo sospecha y una poderosa creencia cultural que la escuela debe ser así y no de otra manera.
En la historia del sistema educativo fuimos testigos de una tendencia dominante a escolarizar algunas prácticas u objetos que por fuera de la escuela funcionan de otra manera. Probablemente aquella fuerza conservadora de la gramática escolar junto a ciertos modos de clasificar y ordenar, propios de la cultura escolar, constituyan dispositivos de encorsetamiento. El ingreso de las computadoras en la escuela nos ayuda a ejemplificar esta disputa. En muchos casos, pasan a formar parte de lo que se denomina laboratorio de informática, pero se parecen mucho menos a un ámbito para explorar y ensayar una nueva área de conocimiento, que a esos museos del se mira y no se toca cuando no del quien tiene la llave para entrar.
En algunas artes marciales, y el judo es el caso que quiero destacar, es clave aprovechar la fuerza física del otro. Si logramos aprovechar la fuerza del otro para involucrarnos en su camino (y el otro en el nuestro) quizás podamos agregarle valor, o habilitar una llave de acceso a otros mundos que, por sí solos nuestros alumnos o alumnas no visitarían. En muchas situaciones, desconociendo esta clave del judo, solemos avanzar como con un escudo, con los riesgos de la mutua agresión. O peor, estamos allí pero absolutamente ausentes, como quien sólo ve pasar a los otros y al tiempo. Son versiones de la omnipotencia y de la dimisión, que no hacen más que alimentar (y aumentar) los monólogos yuxtapuestos y un estado de queja permanente. A diferencia del judo, en nuestro caso no se trata de neutralizar y ganarle al otro aprovechando su fuerza, sino hacer uso de ella para vencer con el otro aquellas contiendas del no se puede, ampliando los límites de lo posible.